Cultura

Contrapesos en tensión. Homenaje a Manuel Felguérez / II

La autora rememora aquella entrevista con el pintor, fallecido el pasado lunes 8 de junio, donde habla cómo el viaje a Europa cambia por completo la vida del artista

Silvia Cherem S.*

¿Tu madre quería que fueras médico?

—Cuando le dije que sería pintor creyó ella que encontraba “un término medio” entre la medicina y las artes “plásticas”, sugiriéndome que estudiara cirugía “plástica”. Nunca entré a medicina, me inscribí en San Carlos pero solo aguanté cuatro meses. Mis compañeros tenían 12 años, los aceptaban al terminar la primaria, y se conformaban con el camino único de la Escuela Mexicana de Pintura. Yo venía de concluir la prepa y de visitar la Capilla Sixtina, y me desesperé de pintar jarritos. Conocí a Jorge Wilmot, un joven muy culto que como yo venía de la Prepa Morelos, y decidimos que nuestro futuro estaba en Europa. Él me introdujo a Klee y a gran parte de los abstractos.

Entre idolitos, alimañas y víboras prietas

Según entiendo no tenías ni un quinto, ¿cómo planeabas regresar a Europa?

—A Jorge se le ocurrió una gran idea. Me dijo: “Tú sabes de campo y yo de arqueología, busquemos ídolos”. Caminamos de Xalapa hacia el mar por vereditas en la Huasteca, preguntando de choza en choza. De vez en cuando, nos enseñaban piezas con las que jugaban los niños y se las comprábamos a precios regalados. No existía ninguna conciencia de que eso era patrimonio nacional ni había leyes de protección. Las pocas piezas que trajimos siempre tenían un pero: “si hubiera tenido la quijada más grande… el penacho más notable…”, se quejaban Diego y Germaine Wenziner, una arqueóloga belga, prima del director de arqueología del Museo de Bruselas, compradores de Wilmot.

Las dos piezas más o menos respetables que conseguimos: un hacha totonaca con un chango, y otra, también totonaca, con un caballero ensombrerado, las compró Germaine. Alguna vez dije en broma que me consideraba “el autor” de la sala precolombina del Museo de Bruselas y Cuevas salió a despotricar contra mí en Excélsior. Dijo que merecía ir a la cárcel por haber sido “traficante de ídolos mexicanos”.

Era tan poco lo que nos pagaban que solo servía para organizar nuevas expediciones. De 1947 a 1949 recorrimos también Tabasco y Tamaulipas. Más que piezas arqueológicas, conseguí una barbaridad de especies animales para mi colección.

Leí que tenías tu zoológico particular: zorra, tigre, aguililla, tecolote, ochenta ratas blancas, víbora, gatos, boa, lagartijas, arañas. ¿En dónde conservabas tantos animales?

—Vivíamos en un departamento del edificio “El Buen Tono” en la calle de Abraham González y tenía a los animales distribuidos: el tigre encadenado en el hall, al pasar todos le sacaban la vuelta; la lechuza junto al medidor de luz, la zorra en el sótano aunque una vez se soltó, rompió la jaula de las ratas blancas y se comió 80 de un jalón; las lagartijas en el patio, la aguililla agarrada de una pata, las arañas y sus crías en el comedor, la sanguijuela en mi cuarto, la capulina en una ponchera a donde le echaba moscas vivas para que tuviera oportunidad de cazar. Una vez la capulina se llenó de huevecillos y entonces sí, mi mamá protestó: “a esta sí ya me la sacas”.

De cada excursión llegaba con animales. Como quería conservarlos, aun muertos, ya en secundaria le pagué clases a un viejito taxidermista que colaboraba con mi maestro de biología del colegio en la creación del Museo de Ciencias Naturales, y él fue quien me enseñó a disecarlos, vaciar la calavera, reconstruir la forma del animal con alambre y paja, alisar con yeso, y cubrir al animal con su propia piel. Fueron esas, sin saberlo, mis primeras clases de escultura. Al principio se me pudrían, pero luego ya me fui especializando.

En 1949, acabé regalando a todos mis animales: vivos y muertos. Un par de años antes mi mamá se había casado y aproveché que tomó la decisión de irse al rancho con su marido y mis hermanos para regresarme a Europa.

¿En esos años es cuando consigues una beca del gobierno francés?

—No, eso fue mucho después. Mi partida en 1949 tuvo que ver con una experiencia con Jorge Wilmot y Germaine en Bonampak. Por sus relaciones con arqueólogos, Germaine conoció al suizo Charles Frey, quien acababa de descubrir Bonampak, y lo convenció que antes de que llegara la expedición oficial al sitio, las llevara a ella y a su amiga, la princesa rusa desterrada Olga de Wolkonsky. A Wilmont y a mí nos mandó a montar un campamento que facilitara su supervivencia. Volamos de Tenosique a una zona chiclera en medio de la colosal selva, y desde ahí, montados en mulas, con un chiclero como guía, transportamos por caminos de brecha el equipaje, comida y arroz hasta la ladera del río, donde finalmente colgamos las hamacas.

La selva es abrumadora. Al llegar me perdí. Se hizo de noche, los cocuyos comenzaron a desperdigar su luz, y los pajarracos a gritar incesantes. Ya casi de madrugada, comencé a oír voces. Iluminado con antorchas llegó Obregón, un lacandón que luego llegaría a ser muy famoso. Tuve suerte, Frey llegó a su caribal —donde vive un lacandón con sus seis a ocho protegidas, desde abuelas hasta niñas—; y él se ofreció a buscarme.

Estuvimos en Bonampak cerca de dos meses con Germaine y la princesa. Con ayuda de los lacandones que aceptaron trabajar a cambio de chucherías —cuentas para hacer collares, comida, discos y hasta un aparato de música movido por manivela—, Wilmont y yo abrimos caminos y pistas de aterrizaje para la comitiva. Arrasábamos, quemábamos, era un trabajo brutal, siempre invadidos de hormigas. Cuando finalmente aterrizó la primer avioneta, descendió un contingente de elegantes hombres uniformados con cantimploras, pistolas y relucientes botas negras que contrastaban con nuestras garras y barbas crecidas.

Frey, a quien le habían traído la lancha que pidió para navegar en el río Lacanjá, era el jefe arqueólogo, pero sin que se lo imaginara llegaba ya a desplazarlo uno nuevo con nombramiento oficial. Las mujeres partieron en ese primer avión; Wilmot y yo nos iríamos en el siguiente. Alcanzamos todavía a ayudar a Frey a armar su lancha.

Al día siguiente, desayunando en mi cama, me postré ante la nota de ocho columnas del Excélsior: “Tragedia en Bonampak”. Frey murió. Se subió a su lancha con el grabador Francisco Lázaro Gómez y con otra persona, se voltearon y al estarse hundiendo, el grabador grávido de pesadas mochilas, se abrazó de Frey. Ambos se ahogaron. El tercero estuvo perdido durante 15 días en la selva.

La experiencia en Bonampak fue intensa. Dos días antes del final, Germaine nos ofreció a Wilmot y a mí que fuéramos a visitarla a Bélgica. Aproveché un Rover moot (reunión de adultos scouts) en Oslo. Llegué de aventón a Nueva York, ahí vendí cuatro idolitos de Tlatilco para pagar el barco, y como no me alcanzó, viajé como estibador, cargando desde los sótanos hasta la cocina la comida para los mil pasajeros.

Después me quedé nuevamente en Europa viviendo de aventones y limosnas —con una bicicleta atravesé Suecia, la vendí para entrar al Tívoli en Dinamarca; con la generosidad de un soldado americano que me regaló condones y me prestó un uniforme, dormí en los cuarteles de los aliados en Alemania; hui de un elegante francés, jefe de una planta de acero en el Rhin, que se empeñaba en dormir conmigo; viajé en un apestoso camión cargado de huesos de res; en Colonia entré a la corte de los mendigos durmiendo en un refugio antiaéreo, cuatro kilómetros de literas y un solo baño debajo de la Catedral—, y finalmente llegué con Germaine.

El París de Zadkine

¿Fue Germaine quien te recomendó con el cubista Ossip Zadkine?

—Germaine me dio una carta para Alex Guillan, una escritora comunista francesa —traductora de Gide al ruso y de Marx al francés—, y fue ella quien me abrió las puertas para llegar con Zadkine. Desde que toqué a su puerta en aquel departamentito atiborrado de libros en París, ella me apoyó. Me consiguió mi primer trabajo como vendedor del periódico comunista la Voix du Quatrième, me dio ropa para soportar el crudo invierno parisino, y me ayudó a buscar un chambre de bonne a louer (cuarto de servicio para rentar). Encontramos un cuartucho con papel tapiz morado y amarillo en una azotea, sin baño ni calefacción, y ahí viví aquellos dos años en París.

Como con el periódico ganaba muy poco, me contactó también con el laboratorio de sicología de la sensación del Colegio de Francia. Fui “sujeto de experimentación”. Me hacían pruebas de cansancio visual para encontrar qué luz cansaba menos la vista para instalarla en todas las oficinas burocráticas de Francia. Durante seis horas diarias yo podía ocupar mi vista en lo que quisiera: dibujar, escribir cartas, leer, y solo tenía que interrumpir cada media hora para someterme a sus mediciones. Además comencé a cuidar niños; me gustaba hacerlo porque generalmente me daban de cenar.

¿Elegiste tú a Zadkine?

—Yo ni sabía de él, Alex me dijo que era el mejor. Tenía solo 14 alumnos, casi todos extranjeros y mayores que yo. Había alambre y un barril de barro para todos. Zadkine llegaba los lunes, ponía la pose del modelo o la modelo —casi siempre temas griegos: Venus, Atlas, Mercurio, Afrodita—, nos platicaba de piezas artísticas inspiradas por esos dioses, y se iba. Volvía el sábado a la crítica y después de sus comentarios, había que deshacer las piezas para reutilizar el barro.

Yo no quise desbaratar mi trabajo, conseguí un barro barato que pudiera hornearse y comencé a hacer figuritas chiquitas con la idea de traérmelas a México. Todos hacían piezas de más de un metro, y yo apenas de unos cuantos centímetros. Además, influido por Orozco y queriendo hacerme el artista, creaba piezas feas, grotescas. Zadkine corregía a todos, a mí me brincaba. Después de dos meses de silencio, me preguntó: “¿Por qué te pongo una modelo tan bella y tú haces estos esperpentos? ¿Qué tienes contra el cuerpo humano?”.

Traté de defenderme. Pensé que no iba a saber quién era Orozco, le mencioné “Los caprichos” de Goya. Me dijo: “Pues haz como Goya, primero pinta a la maja desnuda y luego haz cuanto capricho quieras”. Fue una lección brutal, a partir de entonces comencé mi búsqueda por lo bello.

Además, me insistió que mis figuritas minúsculas no podían ser corregidas. Si quería seguir en el taller, tenía que trabajar en tamaño natural. Nadie iba a conservar nada, ahí se iba a aprender. Tardé meses para lograr que los armazones no se cayeran o torcieran. Zadkine exigía que hiciéramos Zadkines. Solo enseñaba lo suyo, y nos imponía seguir todas las reglas de su estructura cubista. Era muy enérgico, muy creyente de lo suyo. Cuando alguna figura llegaba a gustarle, de su bolsillo pagaba un molde y la hacía en yeso para exhibirla en la exposición “Zadkine y sus discípulos”. Jamás puso ninguna mía, pero con él como maestro me saqué la lotería.

¿Tenías ya resentimiento contra la Escuela Mexicana en esos dos años en que estuviste en Europa (1949-1951)?

—Comenzó un poco antes, y ya con Zadkine no pudo haber vuelta atrás. Cuando entré a San Carlos todavía creía, inspirado en Diego, que los temas indígenas serían el centro de mi motivación, pero al conocer en París a Picasso, Braque y Kandinsky, y al aprender de Zadkine, constaté la engañada que me habían dado haciéndome creer que lo único válido era el muralismo mexicano. Me sentí furioso, defraudado. En esa época, además, me convertí a la abstracción. Descubrí una escultura de bolas de mármol de Jean de Arp en el Museo Rodin, y con la obstinación de un converso me aferré al arte abstracto.

Has hablado también de la influencia del escultor rumano Constantin Brancusi a quien también conoces en París…

—Vivía yo en Montparnasse y a un lado de la estación, en una casita al fondo, él tenía su taller. Iba casi a diario a curiosear, Brancusi trabajaba en el patio y se acostumbró a mi presencia. No dialogábamos, solo me decía: “Bonsoir, bon enfant, asseyez toi” (buenas noches, buen mozo, siéntate) y me dejaba verlo. Lo vi trabajar madera y yeso en formas abstractas. Nunca supe si fui una molestia.

Jamás he contado que allá en Europa estuve a punto de convertirme en fraile. Cuando llegaron las vacaciones, se me ocurrió cruzar los Alpes a pie de Austria a Italia. Comencé en el Brenero, y por Modena o Trieste me encontré con otro caminante. Yo iba a Venecia, él a Roma. Me explicó que era el año santo, y que si uno llegaba caminando a Roma, le concedían 15 días de estancia gratuita y el boleto para regresar al lugar donde uno comenzó la caminata. Decidí irme con él de convento en convento. Me gustó tanto la austeridad y humildad franciscana que renació mi religiosidad y quise hacer votos. Sin embargo, al término del peregrinaje, conocí a un fraile ecuatoriano en las catacumbas de Santa Cecilia y, después de pasar con él una noche de absoluta borrachera, me decepcioné, pedí mi boleto para Austria, y regresé a París para proseguir mis estudios.

(Mañana, tercera parte de cinco)

*Colaboradora invitada

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