Cultura

Contrapesos en tensión. Homenaje a Manuel Felguérez / V

En esta última parte, el artista compartió sobre su acercamiento a otras manifestaciones artísticas y su relación con otros artífices como Octavio Paz, Alejandro Jodorowsky y José Luis Cuevas

Silvia Cherem*

El teatro y las máscaras

—Octavio Paz escribió que ustedes abrieron las ventanas de México al mundo, pero pareciera que la llamada “Ruptura” no solo se limitó a las artes plásticas, sino que hizo explosión en todas las áreas: la literatura (Fuentes, Paz, Elizondo, Pacheco, Arreola, Benítez, Rulfo…), el teatro (Poesía en voz alta, las creaciones de Gurrola y Jodorowsky), la danza moderna, el cine…

—La única guerra fue contra la pintura, pero es cierto, fue un cambio generacional. El país ya no era rural, el cine dejó de ser Allá en el Rancho Grande, y las lecturas obligadas no eran más las de Martín Luis Guzmán o Mariano Azuela. El nuestro era el México del crecimiento poblacional desmedido, el del hacinamiento urbano, la industrialización y el esmog…

—¿Cómo te involucras en el teatro?

—Quería a toda costa hacer una escenografía para Poesía en voz alta, pero el grupo de Octavio se acabó. Alejandro Jodorowsky, que vivía en competencia con Gurrola en el afán de ser cada vez más vanguardista, me invitó en la década de los sesenta a hacer las escenografías de sus obras y le pidió a Lilia los vestuarios. Alejandro no tenía ni un quinto, sobrevivía de préstamos. Los ensayos comenzaban a las 12 de la noche y terminábamos a las cuatro de la mañana. Su creatividad e irreverencia no tenía límites y, como consecuencia de ello, padecimos dolorosas censuras.

La sonata de los espectros de Augusto Strindberg, que desenmascara la falsedad de la burguesía, solo se presentó en la inauguración y los funcionarios de Gobernación llegaron a clausurarnos arguyendo, sin haber un solo desnudo, que los movimientos de los actores eran obscenos. La ópera del orden, un musical de Alejandro, la clausuraron en el ensayo general. La escenografía la habíamos hecho Lilia, Alberto Gironella, Fernando García Ponce, Rojo y yo. A Gironella se le ocurrió hacer una instalación religiosa y salir de monje, y a los censores les pareció que la obra ofendía “las buenas costumbres”. Ni siquiera nos dejaron inaugurar.

También hicimos happenings. En uno en San Carlos, decoré el escenario con tortillas secas, y a la hora de la función llevé ratas blancas hambrientas para que se las devoraran. En otro forré a una mujer con capas de trajes blancos, se los fui cortando a pedazos, pintándole cuadros blancos, hasta que quedó desnuda y totalmente pintada de blanco. Pusimos también a una actriz bañándose con pulpos, a un demente comiéndose una paloma viva, a otro destruyendo un piano. Eran muchas locuras, destrucción y relajo, y los de la Acción Católica más de una vez nos apedrearon.

—Y acabaron expulsando a Jodorowsky de México en 1973, ¿no?

—Pero ya no por su teatro, sino por su cine que resultó aún más provocador. Al principio vivíamos en unas penurias insoportables teniendo hasta que empeñar nuestros relojes para llegar a la función del sábado, pero luego puso de nueva cuenta las mismas obras y comenzó a llenar la sala. Sacó bastante dinero y lo invirtió en el cine. Hizo Fando y Lis escrita por Arrabal, luego El Topo, un éxito internacional que llegó hasta Broadway, y con grandes pretensiones inició la filmación de La montaña sagrada apoyado por un productor que abandonó la película a la mitad.

Para esta cinta, a mí me tocó hacer la casa del coleccionista. Contratamos extras que iban a estar encuerados adentro de una maquinaria de formas cinéticas que debía crecer hasta 15 metros ante las provocaciones de una mujer desnuda. Alejandro tenía ideas surrealistas. Se le ocurrió colgar a señoras desnudas entre las pencas de plátanos de La Merced y como un acto más de provocación, en aquel momento en que la herida de Tlatelolco estaba aún abierta, disfrazó de militares a un grupo de extras y los puso a simular que golpeaban al pueblo. Además, le pidió autorización al monseñor Guillermo Schulenburg de filmar una escena en la Basílica de Guadalupe. Schulenburg ni se enteró que una penitente llegaría de rodillas frente a la virgen, se abriría el abrigo, y le mostraría su desnudez.

Se hizo un gran escándalo, la Asociación de Charros y la Asociación Católica Mexicana exigían que se expulsara a Alejandro de México porque su película era “una ofensa a la patria”. El gobierno no le aplicó el Artículo 33, pero sí le solicitó “amablemente” que se fuera. Era un tipo muy especial, mesiánico, como un Cristo rodeado de discípulos. Se fue a Francia y ahí formó una secta, le dio por leer el tarot y escribir libros.

—Sé que con Cuevas viviste en pugna. Leí, por ejemplo, que en un artículo de la revista Life en 1964 declaró que entre los abstractos solo valía la pena Fernando García Ponce. Te acusaba de ser tímido en la vida y en el arte, decía que a Lilia le faltaba vigor. Fue categórico contra ustedes: “no me quedan ganas de que me cambien ninguno de sus cuadros por una obra mía”.

—A menudo salía con sus cosas. Aunque me caía mal que constantemente zumbara como moscardón, casi nunca le contesté. Siempre sentí que si me atacaba era porque le hacía mella. Nos dejamos de hablar 30 años, nos reconciliaron los amigos artistas. Hoy somos cercanos.

—Ahora que vemos tu vida en retrospectiva seguramente tienes una relectura…

—La vida ha sido muy generosa conmigo, pero le huyo al pasado para sobrevivir. La parte íntima me ha sido muy difícil: la enfermedad, el deceso de mi padre, la pérdida del rancho, las muertes, el destino inevitable. Sin duda lo peor fue la agonía de Lilia. Quizá por eso, siempre estoy queriendo irme: París, Nueva York, Puerto Vallarta, Zacatecas.

Sin embargo, jamás he dejado de trabajar. Cuando un día no pinto, siento que pasé sin dejar huella. Durante más de 50 años, la pintura ha sido para mí una mística, una religión, la posibilidad para luchar y superarme. Y te vas a reír, entre los momentos más emocionantes están aquellos en los que regreso a ver el mural de relieve en el Auditorio Nacional, el del Centro Cultural Alfa en Monterrey, mi cuadro del MAM, o algún cuadro en alguna casa que visito. Es como llegar con viejos amigos.

La última sorpresa que me dio la vida fue que el gobierno quisiera poner un museo a mi nombre en Zacatecas. Además de donar mi obra, quise que el proyecto fuera más grande: un museo de arte abstracto que nos representara a mi generación y a las que han venido después. Junto con Meche, me aboqué a todo: desde restaurar y remodelar el sitio que fue una cárcel, hasta la curaduría de las exposiciones.

La generosidad de los pintores fue enorme. Además de su obra, Vicente Rojo donó obra de amigos y Hellen Escobedo las maquetas de la Ruta de la Amistad (1968). Y como cereza del pastel tenemos expuestos por vez primera los murales que en 1969 pintamos los jóvenes, por invitación de Fernando Gamboa, para la Feria Mundial de Osaka. Jamás pudieron ser exhibidos en su conjunto porque estaban diseñados para cubrir hasta el último centímetro de la entrada del pabellón mexicano, y como a los arquitectos en Osaka se les ocurrió subir el nivel del suelo, estos ya no cupieron. Después de estar más de 30 años enrollados, ahora lucen en Zacatecas.

—A los 75 años, ¿cuáles son tus miedos y pendientes?

—Estoy orgulloso de lo que he hecho y vivido, pero también estoy consciente de que el tiempo se me acaba. Vivo obsesionado con trabajar, quiero hacer obra más importante y trascendente. Mi mayor miedo es a la enfermedad. Tengo horror de temblar con Parkinson, de perder la conciencia por Alzheimer, o quedarme tieso por una embolia. Me preocupan los que de mí dependen, a quienes dejo: Meche, mis hijas. Sin embargo, si estoy como ahora, me encantaría vivir muchos años más.

Y así culminó esta entrevista que la autora le realizó al artista en el año 2003.

Manuel Felguérez, falleció el pasado 8 de junio por COVID-19.

*Colaboradora invitada

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