Cultura

¿Más tesoros envenenados?

Llegamos a uno de los palacios de los ayeres en Jaipur, donde se escenificaron los cuentos de hadas, películas donde las bellísimas, favoritas en turno de los maharajás, eran llevadas en ancas, como en México pasean a los santos en las fiestas; las imaginé asomando parte de su cara entre las cortinas de finas gasas y terciopelos, para no ser vistas por ningún hombre que no fuera el suyo. No puedo negar que todavía ciertas esperanzas de amores de cuentos de hadas que poblaron mi niñez, se albergan en mi corazón.
Rosa Nissán

Recorrimos los salones, los jardines, nos tomamos fotos con atuendos indios, velos, pulseras, lunares. Nunca se me ocurrió compadecerlas, nunca las imaginé sintiéndose prisioneras, asomadas a las ventanas deseosas de conocer lo ancho y lo largo del mundo. Claro, lo digo con ojos de hoy, con los de antes, tal vez no habría para qué salir. ¿Dónde podía ir una mujer decente? al fango, a perder la decencia. A dónde más que a ese Ambar Palace con celosías labradas en mármol y minaretes, el mismo de Las mil y una noches, donde corrían arroyos con aguas perfumadas, las paredes conservan todavía incrustaciones de piedras preciosas. Todo había dentro para disfrazar la trampa. Palacios retacados de tesoros envenenados, ideales para filmar escenas cinematográficas, pero no para gastar la vida.

Qué tristeza ser la favorita en turno del maharajá y pertenecerle y perder los privilegios sin él, estar a expensas de sus antojos, condicionada a su amor o desamor. Temiendo el envanecimiento de las niñas que florecientes, se abren a la belleza despertando apetitos que echan lejos a las ya no tan jóvenes. El mismo temor existe ahora, que se recurre a la cirugía, por temor a la vejez, a la flacidez. Si las cirugías plásticas hubieran llegado a palacio, qué revolución, qué notición, porque las hay bien hechas, lo malo que después de una sigue otra.

Si mi lugar en palacio depende de mi atractivo, pago lo que sea a mi cirujano plástico, que serían las eminencias grises de aquellos días de soles palaciegos. Si mi valor dependiera de lo apetecible de mis caderas, de mi cutis, de mis senos… yo no sería nada, un simple naufragio de la vida, y nunca he sido más que hoy, no fui más, cuando a los 15 años me casé ofreciendo dote y mi victoriosa virginidad. Ni fui más a los 20, ni a los 30. Es ahora, que antes de cumplir los 60, me regalé esta India.

¿Saben qué pensaba mientras recorría todo ese lujo, mientras visualizaba a las mujeres del harén ataviadas con lujosas sedas y joyas? Asomada a los balcones del Ambar Palace imaginaba que si alguna quería huir porque ya no era la favorita, por haber perdido privilegios, aunque nunca los de ser la madre de los hijos del maharajá. Moriría fuera del palacio protector y asfixiante, porque en cuanto crucé la puerta para salir del Taj Majal, encontré la fealdad, la vida dura, el hacinamiento, todo lo que hay en esas calles tan llenas de humanidad, tan llenas de realidad. Esas mujeres se mueren, no resistirían, no sabrían vivir en ese mundo indio tan rudo, difícil. Lloré por ellas, por mí. Las mujeres lloramos unas por otras, ¿no les parece?

Nos sentamos en medio de esa belleza a mirar esos jardines perfectos. Afortunadamente, me dije, ya están naciendo una nueva generación de mujeres, incluso en las grandes ciudades de la India, libres, sin esa conciencia de abnegación como la mía que me hace serlo todavía, a estas alturas del partido.

El palacio me huele a voluptuosidad, a intrigas, cómo no iba a haberlas, se dan, no porque las mujeres seamos rivales y envidiosas de nacimiento, no, eso ya lo aprendí a partir de tu amistad; nos oxidan las alas de tanto no usarlas y nos esconden el lubricante. Dejar de ser favoritas las lanzaba a la nada, al vacío. Si no construimos para la soledad, una caja de ahorro de vida interior, para cuando los encantos no sean los más codiciados, cómo vamos a envejecer con dignidad, serenas, si nuestro único patrimonio es la belleza efímera, perecedera.

Para el que sabe ver algo más que la apariencia, los hombres y las mujeres, serán bellos por su alma, por lo que irradian, pero son pocos los que saben ver algo más. Si tenemos una vida propia seremos hermosas mientras el cuerpo nos lleve… en la India, ni siquiera el fin del cuerpo, da fin a todas las vidas. En el mundo interior de todos los indios desde que nacen, la vida es infinita, continua, y el temor a la muerte no existe.

“¿Qué pasó Goza, nos vamos?”, dijo nuestra guía de sari anaranjado limpiando suavemente una lágrima que resbalaba en mi cara. “Tú vas a escribig cosas muy lindas sobge la India”, y abrazándome agregó: “Te amo Goza.” Así se expresa Sarah, su español no es lo mejor en ella. Y qué pena decepcionarla, pero no sé si escribiré cosas muy lindas de su adorada India.

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