Opinión de:

México y Brasil: ¿Amigos o rivales?

La necesidad de superar las buenas intenciones

Por Rodrigo Vázquez Ortega*
rovazquez@yahoo.com

Enrique Peña Nieto y Dilma Rouseff. Foto: Juan Carlos MoralesEn pocos casos es tan ilustrativo que las buenas intenciones no bastan como en el de la bilateralidad entre México y Brasil. Y es que en ocasión de la primera visita de Estado que realizó la mandataria brasileña Dilma Rouseff a nuestro país, para aquellos que se han interesado en el tema ya no resulta tan novedoso como antes el hablar del resurgimiento de un interés compartido entre ambos gobiernos para delinear los nuevos términos de su relación bilateral en un carácter más estratégico. Sirva para el caso el ejemplo de un destacadísimo diplomático mexicano que a inicios de la década de los sesenta ocupó la responsabilidad de la embajada mexicana en el país de “la verde-amarela”, don Alfonso García Robles, sobre quien se sabe sostenía con regularidad la necesidad de que Brasil y México estrecharan sus vínculos, subrayaran sus coincidencias y desdibujaran sus antagonismos para fortalecer los ideales en los que se basaba la integración latinoamericana.

Más allá de los resultados concretos del encuentro entre ambos presidentes y de las actividades desarrolladas en México, la noticia más importante fue en sí misma la visita de Estado de Rouseff, invitando, a su vez, a reflexionar sobre el estado que guardan los contactos bilaterales. En ese sentido, su presencia en nuestro país connotó un significado relevante para reiterar que en la bilateralidad existe una necesidad de mayor acercamiento a fin de identificar áreas de oportunidad en lo comercial y lo económico que puedan enmarcarse a manera de acuerdos de largo alcance.

Y es que el principal factor que invitó a conformar una agenda en la que predominan los temas de vinculación económica, exploración de posibles horizontes para una futura eliminación de barreras al intercambio comercial, promoción y facilitación de inversiones y turismo, es el mal paso que sufren actualmente las dos economías más grandes de América Latina. La brasileña por los síntomas de inflación, recesión y ajuste obligado; y la mexicana, con bajas expectativas de crecimiento y duramente afectada por la volatilidad del mercado petrolero. A este mal paso, se han sumado escándalos de corrupción y protestas sociales que cuestionan la legitimidad y eficiencia de sus gobiernos.

Así, pese a las buenas intenciones, los entregables que pudo tener la visita no lograrán alcanzar su potencial esperado si al proceso de robustecimiento del marco jurídico de cooperación y la institucionalización de la relación no se les imprime un carácter estratégico. Con esta finalidad es necesario, en un mismo momento, superar los obstáculos de un mayor acercamiento e identificar sus ventajas.

Entre los obstáculos, el más estructural y quizás más difícil de superar tal cual lo hace pensar el historial entre ambos países es el desconocimiento y la ignorancia que parece privar en sus contactos. Dicho coloquialmente, todo lo brasileño es lejano, distante y hasta exótico para los mexicanos; y viceversa: es decir, samba y cachaça; tacos y tequila.

Así, lo poco que cada uno sabe del otro ha provocado el nacimiento de una especie de escepticismo que tiene como corolario una desconfianza mutua que impera cuando se trata de pormenorizar los intereses que promueven sus cancillerías. En ocasiones ese escepticismo se transforma en un recelo diplomático sin mayor fundamento que la susceptibilidad de ver arrebatado un supuesto liderazgo regional que, urge decirlo, ninguna de las partes posee en predominio.

Este imaginario, como suerte de sentimiento compartido por sus gobiernos, se ha generalizado como pretexto en ambas diplomacias para desviar su capital político al margen de los provechos que podría arrojar una relación aún más institucionalizada y robustecida que aborde de manera sistemática e integral temas indispensables en el contexto global que vivimos y que no son exclusivos del renglón económico o comercial.

Incluso, esta incongruente rivalidad puede entenderse como consecuencia de una inacabada estrategia de diplomacia pública en ambos casos, lo que explica que la institucionalización de los contactos bilaterales no esté en el estado evolutivo más correspondiente al potencial que debería tener una sociedad estratégica entre los dos grandes de América Latina.

Este distanciamiento entre México y Brasil, muchas veces voluntario y en algunas otras víctima de las inercias internacionales o de la insuficiencia de una visión de largo plazo, radica igualmente en las fricciones que con cierta previsibilidad experimentan en la arena multilateral y regional, y que se derivan de la necesidad que tienen de coexistir como autonombrados portavoces de los intereses regionales.

Analicemos algunas causas de lo anterior, con el ánimo de resumir las explicaciones para comprender que los dos gigantes latinoamericanos poco entiendan sus complementariedades y mucho piensen sobre sus divergencias y las visiones distintas que tienen respecto a su inserción en el mundo.

La primera de estas causas, y que resulta indudable, es la preferencia geográfica para comerciar. Esto ha generado que poco se avance en capitalizar posibles sinergias comerciales ni complementariedades en sus rubros de inversión. Las preponderancias de las “zonas naturales” y la lealtad de cada país a sus respectivos bloques comerciales son evidentes. En el caso brasileño, su intercambio se inclina, en mayoría, con los países del Mercado Común del Sur (Mercosur) como su área de influencia natural, ello pese a sus ataduras políticas y evidente anacronismo a la luz del siglo XXI. Asimismo, los brasileños incluso prefieren a la Unión Europea antes que a México cuando se trata de transacciones comerciales. Para el caso mexicano, el mayor volumen de nuestro comercio se mantiene fiel con Estados Unidos y el bloque del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) al amparo de determinantes geográficas e históricas.

Además, en lo que ha sido una importante mirada reciente hacia América Latina, nuestra diplomacia le ha dado preponderancia a la consolidación de la Alianza del Pacífico. El resultado de ello, en concreto, es que la preferencia de cada uno con su zona de influencia comercial impide un acercamiento sistemático en sus intercambios económicos.

La segunda causa que podemos identificar es quizás el limitado alcance de los acuerdos comerciales celebrados entre ambos países y el hecho de que están cerradas las puertas a la posibilidad de abrir de nueva cuenta las negociaciones para un tratado de libre comercio entre ambos. Los instrumentos de los que gozan, como el convenio entre Pemex y Petrobras en 2005, el Acuerdo de Complementación Económica en vigor desde 2003 y el Acuerdo de Complementación Económica México-Mercosur, son muestras de interés y de buena voluntad que, pese a ello, tienen argumentos y términos que imposibilitan mayores consecuencias en el aprovechamiento de sus vínculos económicos.

Un par de ejemplos ayudarán a explicar esta realidad. El primero, y sin duda el más trascendente para comprender las filosofías comerciales entre los dos gigantes del cono sur, tiene que ver con la reciente decisión de suspender temporalmente la liberalización comercial de automóviles para continuar con un comercio administrado que limita el potencial exportador de México en este rubro. El segundo es la reducida gama de productos e insumos de los sectores primarios de la economía sujetos a preferencias arancelarias. Queda claro el nivel de influencia que las voces de la agroindustria mexicana y el sector automotor brasileño tienen en contra de abrir paso al comercio, lo que ha dado pie a negar que en el corto plazo existan las condiciones para avanzar hacia una liberalización más amplia.

Conviene entonces decirlo: como resultado del interés mostrado por Rouseff y compartido por Peña Nieto en avanzar en estos temas, es posible que se revierta este sentimiento de alejamiento comercial. El éxito o fracaso de esta visita dependerá de qué tanto logre superar los obstáculos de las claras diferencias en sus modelos económicos.

La espera de este posible resultado nos da pie para hablar de una tercera causa de las discordancias que vive esta relación bilateral: la diferencia en las orientaciones ideológicas del quehacer económico del Estado y el hecho de que ambos buscan de manera diferente insertarse de lleno en la globalización para generar crecimiento.

Desde finales del siglo pasado, la economía de México ha apostado a un crecimiento basado, en gran medida, en las exportaciones. Esta apuesta de apertura económica y la expresión neoliberal del gobierno mexicano contrasta con el enfoque neo-desarrollista del programa político brasileño convencido de generar crecimiento interno y conservar una economía relativamente cerrada al comercio exterior.

Por último, las diferencias en el terreno del multilateralismo y los contrastes en la vocación regional de sus diplomacias son causas de lo que parece ser un perenne congelamiento entre ambos, que algunos gustan llamar de rivalidad. Para evidenciar lo anterior es suficiente traer a colación las visiones divergentes y contrapuestas respecto a la reforma al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. La diferencia en la praxis de las políticas exteriores es muy ilustrativa en este rubro y connota todo un contenido histórico y principista para ambos.

Quizá con mayores elementos que México, la diplomacia brasileña hoy reclama para sí un asiento permanente, idea que ha estado presente en el imaginario de Itamaraty incluso desde cuando en la Conferencia de Dumbarton Oaks la delegación estadounidense llegó a proponer su inclusión. Hoy, la cancillería brasileña junto con Japón, Alemania y la India, suman votos en el grupo conocido como G-4 a fin de ejercer presión al interior de las Naciones Unidas y ampliar la membresía permanente incluido el privilegio del poder de veto. Su principal argumento no es otro más que su peso específico en la región y la intensa participación de militares y civiles brasileños en operaciones para el mantenimiento de la paz.

En el caso mexicano, apenas el año pasado el presidente Peña Nieto anunció la intención de sumarse gradualmente a estas operaciones, en casos específicos y con apego a lo que dicta nuestra Constitución. Aunque para muchos la decisión es tardía en asumir esta responsabilidad global, se mantienen voces críticas al interior de México sobre este tipo de participación en las causas y efectos de la seguridad internacional por posibles conflictos ideológicos o contradicciones a los principios que han regido nuestro actuar internacional.

Pese a estos obstáculos, el mejor remedio para superar la resistencia del escepticismo es conocerse. Y es que mexicanos y brasileños somos más similares de lo que podría pensarse. Esta similitud abre oportunidades de entendimiento político y ánimo de cooperación para postular, con mayor certidumbre, las ventajas de profundizar los vínculos. Reconocer nuestras similitudes es paso esencial para encontrar las coincidencias y potenciales complementariedades.

Brasil y México son las principales economías de América Latina; sus dimensiones económicas tienen un importante peso específico en la región, lo que permite acompañarles de un igualmente significativo capital político en la arena latinoamericana. Basta con decir que inciden directamente en el desempeño económico latinoamericano de manera preponderante, al representar alrededor de dos tercios del Producto Interno Bruto (PIB) de la región.

Sus gobiernos coinciden en que sus políticas de desarrollo están diseñadas para reducir los niveles de pobreza y mitigar las desigualdades socioeconómicas, apostando a importantes avances en su grado de industrialización y modernización, con especial atención a los sectores energético, de infraestructura y automotor. No por casualidad sus PIB están compuestos similarmente.

Respecto a la instrumentación de sus políticas exteriores se coincide en la necesidad de aumentar su peso y capital político en la arena mundial utilizando recursos de poder suave para su inserción global y su reconocimiento con voz y voto en la conformación de normas y reglas del escenario internacional. Es decir, una diplomacia profesional con aspiraciones globales, la promoción de sus valores culturales, la activación y diversificación de su comercio internacional, la pertenencia a agrupaciones formales e informales de potencias emergentes (BRICS para Brasil y MIKTA para México) y la activa participación en reuniones que abordan temas de importancia multilateral, como el cambio climático o el desarme nuclear.

De lo anterior, se permite señalar que el acercamiento político y económico está justificado en la proyección internacional de cada uno, la capacidad de figurar en el futuro próximo entre los gobiernos que sean actores y negociadores con influencia global, el impulso que darían al proceso de integración en América Latina por medio de la CELAC y demás instancias regionales, la suma bilateral de dotación de recursos y de sus economías y poblaciones, así como el aprovechamiento de sus complementariedades industriales, energéticas y comerciales. Por ende, no son pocos los analistas que coinciden en que pese a representar de alguna manera los límites geográficos de América Latina, Brasil y México constituyen conjuntamente la sociedad articuladora del proyecto integracionista de la región como países que ejercen reconocida influencia y que hacen posible compatibilizar intereses propios y externos.

En conclusión, la visita tiene, en sí misma, un importante significado: ambos países se necesitan y desean inaugurar una etapa donde la bilateralidad sea comprendida en función de la complementariedad de sus economías. Sus gobiernos coinciden en la urgencia de acercarse, conocerse y trabajar coordinadamente en un “jogo bonito”. De esta manera, no se trata de una visita más; los acuerdos a los que lleguen las respectivas comitivas tienen el potencial de generar un efecto dominó en la región de mayor entendimiento y cooperación, poner a ambos gigantes en el mismo sendero para salir a flote de este mal momento económico y guiar las pautas del proceso de integración en el continente, forjado en una identidad latinoamericana. De ahí que este relanzamiento del interés por enmarcar un contacto cada vez más estratégico y sistemático entre ambos garantice ventajas mutuas que no deben circunscribirse al rubro comercial.

Sin embargo, conviene recordar que si bien la visita a México de la presidenta brasileña obedeció a estos intereses para enviar un mensaje político de mayor acercamiento con el otro gigante latinoamericano, en las relaciones políticas, como en todo, las buenas intenciones no son suficientes.

* RODRIGO VÁZQUEZ ORTEGA es internacionalista por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) de la que recibió la Medalla Gabino Barreda al Mérito Universitario. Asimismo, cuenta con estudios universitarios en la Universidad de California, San Diego (UCSD), con especialización en Ideologías Políticas Modernas, Relaciones Estados Unidos-América Latina y Política Exterior de seguridad de Estados Unidos. Desde 2013 es miembro del Servicio Profesional de Carrera en la Administración Pública Federal como subdirector de Relaciones Internacionales en la Unidad de Política Migratoria de la Secretaría de Gobernación. Anteriormente, fue responsable por más de tres años del Departamento de Política Interna de Estados Unidos en la Dirección General para América del Norte de la Secretaría de Relaciones Exteriores. También cuenta con experiencia profesional en asesoría en Derecho Internacional y campañas políticas. Es asociado del Consejo Mexicano de Asuntos Internacionales (Comexi).

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