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Las múltiples caras de la Ciudad Eterna

La exposición del cuerpo del papa Juan XXIII en la Plaza de San Pedro en junio pasado pone nuevamente a la ciudad eterna en las primeras páginas de los diarios mundiales.

Lo que más llama la atención de los periodistas es la especial relación que este sitio tiene con lo sagrado y sus símbolos. Sin embargo, para los romanos estas escenas forman parte de una memoria histórica, nunca perdida, que el actual papa, Juan Pablo II, está tratando de revivir en un intento, quizá, de impulsar el fervor religioso, restableciendo la prioridad histórica de la iglesia.

Otro acto que se inscribe en el mismo marco es la consagración de 44 cardenales en el Consistorio que tuvo lugar el 21 de febrero de este año.

La fórmula de creación de los cardenales fue leída por el sumo pontífice en un acto solemne que se llevó a cabo en el Sagrario de la Basílica Vaticana a las 10:00 horas de esa gris mañana de febrero.

A las 12:30 horas, el rito ya había finalizado y los nuevos cardenales y sus numerosos acompañantes se retiraban a almorzar en los muchos restaurantes del Borgo Pio, el viejo barrio que rodea la Plaza de San Pedro.

Hace tiempo no se veían tantas vestimentas púrpuras andar por las calles de Roma. Yo trabajaba en esos días en la Biblioteca Vaticana, que queda a un lado de la plaza, y saliendo de ella a esa misma hora, busqué una mesa en el restaurantito donde suelo comer durante mis estancias de investigación en la capital.

Estaba rodeada de gente que hablaba animosamente varios idiomas, entre éstos parecían prevalecer el español y el inglés. Esta situación me indujo a reflexionar sobre el carácter de lo sagrado y sus manifestaciones mundanas en una ciudad como Roma.

Yo nací en esta ciudad pero ya no vivo allí. Puedo decir entonces que me fue otorgado el privilegio de la distancia, que he ido afinando con los años, viviendo en lugares remotos de Asia y ahora de América, y dedicándome a estudiar otras culturas.

Pertenezco y no pertenezco a ese lugar, miro con los ojos de quien recuerda haberlo ya vivido y sin embargo se asombra, se entusiasma, se sorprende como le ocurriría a un neófito. Porque es cierto que al estar comiendo en ese lugar, rodeada de curas y gente que habla cualquier otro idioma excepto italiano, indica mi alteridad: si fuera (todavía) romana, no comería ahí, es más, hubiera huido lejos. Porque el espectáculo de esa mañana no es para los capitalinos, sino para los miles de peregrinos que han venido aquí en la ola del Jubileo.

Los romanos, por tradición, no se sorprenden de nada, son escépticos por naturaleza, si algo pasa en la calle, se van en vez que quedarse a mirar. Han sido testigos de tantos sucesos y pisan el suelo de calles cuyas piedras han sido labradas hace dos mil años.

Son blasfemos pero muy devotos al papa, porque él es para ellos una presencia familiar, mejor dicho, les pertenece. Un tiempo era el papa rey y ese tiempo no es tan lejano. El tiempo en el que el santo padre era cargado a espaldas en el trono por la aristocracia negra de Roma, compuesta por unos cuantos fieles a la sacra persona del pontífice pertenecientes a las más antiguas y nobles familias: Barberini, Orsini, Odescalchi, los así llamados camareros secretos del papa, es todavía parte del tejido profundo de la memoria y de la identidad de los romanos, tanto que los espectáculos de la modernidad les parecen réplicas en escala menor de aquellos antiguos fastos.

Algunos suspiran por esos tiempos, no porque sean antirrepublicanos, sino porque ese ritual efímero sería la mejor contraparte del escenario barroco de las muchas plazas romanas.

Plano sixtino

Como mucha de la historia reciente de la capital, sea el producto de la intervención papal, se ve por ejemplo el hecho de que la actual disposición urbana de la ciudad es obra de Sixto V.

El así llamado «plano sixtino» tuvo como objetivo el de conferir a la ciudad una estructura urbana «moderna» que facilitara la circulación y la comunicación.

De acuerdo con este proyecto, se abrieron importantes ejes viales que atravesaron los barrios medievales, se abrieron nuevas plazas y se ampliaron las preexistentes. Muchas de ellas fueron adornadas con obeliscos egipcios que atestiguan de la fascinación del tiempo por los emblemas y hieroglíficos.

Ninguna otra ciudad europea tuvo en el siglo XVI una tan radical reestructuración urbanística: 54 iglesias construidas ex-novo o remodeladas, 60 nuevos palacios patricios, 20 villas, viviendas para casi 70 mil habitantes, dos nuevos barrios, 30 nuevas avenidas y 35 fuentes públicas.

Ciudad de curas e intelectuales, artistas y concubinas, bandidos y jugadores de azar, Roma –la ciudad eterna de muchas caras– fue objeto de inspiración por Michelangelo del Caravaggio (1571-1610), quien mejor que cualquier otro pintor supo representar el aspecto terrenal, mundano de lo sagrado.

Como en el lienzo de La muerte de la Virgen, rechazado por la Iglesia de Santa Maria della Scala, debido al excesivo realismo con el cual Caravaggio había representado a la virgen muerta, tirada en una pobre cama sucia, con el vientre hinchado y el rostro deshecho. El pintor habrá probablemente empleado como modelo una de las popolana romanas o alguna meretriz de las que abundaban en Roma debido al excesivo número de habitantes varones.

Rigor contrarreformista y lascivia, sensualidad barroca y fervor místico, magnificencia y miseria, aspectos opuestos y complementarios conviven desde hace siglos en la ciudad de las múltiples caras, la ciudad donde nada es perecedero y sin embargo todo siempre cambia. Por esto se le llama eterna. Lo recita también el dicho romano: «A un papa muerto siempre le sigue otro.»

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