El mejor ejemplo en la historia de México sobre alguien con una ambición desmedida es, si duda, el de Antonio López de Santa Anna, quien ocupó la silla presidencial durante siete periodos.
La pérdida de más de la mitad del territorio mexicano significó para su persona y para sus más cercanos colaboradores un enriquecimiento desmedido, pero dejó un gran sentimiento de frustración en todo el país.
López de Santa Anna fue un tipo sin convicciones y sin ideas políticas firmes; soldado ambicioso y afortunado, que en muchas ocasiones se libró de ser fusilado, especialmente por los texanos que lo odiaban.
Algunos triunfos militares le permitieron congraciarse con el pueblo, pero en otras ocasiones la opinión pública no le fue favorable. Entonces desaparecía de la escena política y se escondía en su hacienda llamada Manga de Clavo, cercana a Xalapa, Veracruz.
Desde ahí, en muchas ocasiones dirigía los asuntos políticos con un doble juego. Por ejemplo, aparecía como mediador en la rebelión contra Anastasio Bustamante, cuando en verdad fue él quien la encabezó con el llamado Plan de Xalapa que hizo triunfar a Manuel Gómez Pedraza.
Durante la colonia
Por otra parte, contra una creencia generalizada sobre la época de la colonia, en el sentido de que los gobernantes españoles fueron excesivamente ambiciosos, se tienen datos históricos y biográficos que muestran lo contrario.
Por ejemplo, Luis de Velasco (padre) gobernó la Nueva España de 1550 a 1564 y se ocupó con gran empeño en darle plena libertad a 150 mil indígenas que eran esclavos en minas, campos de labranza o prestaban servicios personales. Su biografía concluye así: fue un activo y probo virrey.
En la población mexicana, principalmente entre los indios a quienes los relevó del pago de tributos, hubo un buen recuerdo de Martín Enríquez de Almanza, que gobernó México de 1568 a 1580.
Hubo algunos virreyes que murieron tan pobres, que la corona española tuvo que costear sus funerales, como fue el caso de Pedro Moya de Contreras o Álvaro Manrique de Zúñiga, quien murió pobre, enfermo y procesado por intrigas y envidias.
Por el contrario, Juan de Leyva de la Cerda fue un virrey de carácter altanero, brusco en sus modales y de codicia sin límites. Todas estas características también eran notorias entre sus familiares.
Como las quejas contra el virrey eran muchas, la corona dispuso que entregara interinamente el virreinato al obispo don Diego Osorio de Escobar. El virrey, de manera humillante, tuvo que salir de México casi a escondidas y cuando se presentó en la corte de España, el rey lo separó para siempre de todo servicio.
La lista de ejemplos de buenos y malos gobernantes puede ser inmensa y, sobre todo, la conducta de los dirigentes políticos modernos ya es por demás conocida. México ha sufrido en carne propia la ambición desmedida de sus dirigentes. No tiene sentido ampliarse con más ejemplos sobre este tópico
¿Qué es la ambición?
Lo importante es responder a la pregunta: ¿Qué es lo que hace que una persona sea demasiado ambiciosa y otra no? En primer lugar, la ambición la definimos en este espacio como el deseo de poseer riquezas, dinero, prestigio o poder. En este sentido, Cristina Aguilar, psicóloga clínica dedicada al desarrollo humano, afirma que la ambición lleva al tener, no al ser.
Las personas ambiciosas van en pos del tener, del poseer y, generalmente, la característica fundamental es gastar dinero, incluso cuando no se tiene, para ser agradable o «sorprender» a quien no le da importancia. Los ambiciosos dirigen su vida al «éxito», entendido como el tener una casa, un coche, una posición social y económica para esperar que otros lo envidien.
La razón, desde el punto de vista psicológico, es una incapacidad de llenar un vacío existencial. El problema de fondo es que ese vacío debe llenarse con sentido y no con objetos, que es el camino elegido por las personas ambiciosas. Cuando se posee algo material, esto siempre es factor de pérdida. Sólo cuando se «es» no se está sujeto a pérdida alguna. Cuando se es, nadie puede quitar nada, porque no se tiene, se es.
Pero, ¿qué significa ser?, cuestiona Aguilar. Ser, define a una persona responsable, honesta, confiable, tolerante y amorosa. La lista de cualidades puede ampliarse y son características que no se tienen, sino que son. El ser humano es libre. No se tiene libertad, sino que se es libre y se ejerce la libertad de ser.
De manera muy lamentable, la sociedad actual va en busca de resultados, de obtener algo. Cuando las personas buscan apoyo psicológico quieren encontrar algo y no saben qué. Sienten que les falta algo en la vida y lo buscan desesperadamente. Quieren controlar situaciones, sucesos y personas y en realidad no tienen poder sobre las circunstancias y sus vidas están cada día más vacías.
Tres condiciones
En el plano amoroso, por ejemplo, las personas dicen: deseo que me quieras, que me hagas caso, pero para que aprecies lo que yo valgo.
Aguilar da tres condiciones que deben existir para encontrarle un verdadero sentido a la vida:
1. Hay que ser, es decir, darse cuenta de que se es un ser único, individual. En este nivel, es importante descubrir las aptitudes que uno tiene, para qué llegó uno a este mundo. Cada uno de nosotros –puntualiza Aguilar–, tenemos una misión única, que solamente uno puede realizar y nadie más. Pasar del ser que eres al que debes ser, con la responsabilidad de un ser humano consciente de su bienestar y de su felicidad.
2. Descubrir que se es un ser particular, el que enfrenta situaciones en el momento adecuado y oportuno. La vida exige vivir algo, y realizar algo en un momento determinado. Si no se hace en ese momento, ya pasó y se debe ser responsable por haber perdido esa oportunidad.
A su vez, es importante ser flexible con los valores. Por ejemplo, el valor del respeto a la vida es inalienable, pero ¿qué pasa cuando se actúa en defensa propia? Esta flexibilidad de los valores no significa que sea acomodaticia, sino que para cada situación o momento tiene que existir una respuesta correcta y ésta corresponderá a cada ser humano.
3. La tercera condición es que somos seres trascendentales. Esto quiere decir que dejamos huella, pero siempre y cuando nos hayamos comprometido en dar respuesta a las exigencias de la vida.
Ambición positiva
Para dejar huella, aclara Aguilar, no es necesario ser importante, famoso o rico. Simple y llanamente se cumple con el papel que a cada uno le corresponde desempeñar en la vida, se cumple como ciudadano, como padre de familia, con el cónyuge y con los hijos. No se hacen cosas para beneficio propio, sino para lo que pide la vida.
La única ambición válida y positiva es la de cumplir con el deber ser, la que se origina de una conciencia responsable y ésta desde luego no puede ser considerada como una obligación. La obligación cumple con un criterio externo (algo o alguien me exige) y se espera una ganancia secundaria. Un acto obligado se realiza para minimizar una culpa, para evitar un castigo o para ganar un premio.
El deber ser de ninguna manera busca una ganancia secundaria, sólo busca el responder al cumplimiento de una causa que el individuo considera como de su entera responsabilidad. Lo más importante es que esa causa se lleva a cabo a pesar de que se puede perder dinero, prestigio o poder.
Entonces, la ambición positiva es cuando una persona sabe conciliar su propia ambición con el bien común. Una persona virtuosa tiene una disposición constante para hacer el bien (por eso no le importa perder dinero), muestra una perfecta adhesión de su voluntad a las leyes de una moral vigente o evidencia una disposición particular a observar determinados deberes o a cumplir determinadas acciones. Su ambición no trastoca intereses comunitarios.
Un hombre con una ambición sana destaca entre sus valores la justicia, porque introduce armonía entre todas las virtudes y sólo éstas aseguran la rectitud en las diferentes partes del alma humana.
En síntesis, un hombre virtuoso es templado y de ningún modo amante de la riqueza y sólo a él conviene moderar las ilusiones de la riqueza, con toda su secuela de dispendios.