Cultura

Contrapesos en tensión. Homenaje a Manuel Felguérez /I

La autora comparte en exclusiva para Protocolo Foreign Affairs & Lifestyle, la entrevista que le realizó al artista zacatecano, fallecido ayer por COVID-19 a los 91 años de edad

Silvia Cherem S.*

Ciudad de México, 9 de junio de 2020.— Al perder a su padre a los ocho años, Manuel Felguérez escuchó de boca de su madre una advertencia lacónica: “Jamás regreses a Valparaíso, nos matarán a todos”. De su origen zacatecano y su recio abolengo solo quedaban migajas, enemigos e incertidumbre, y lejos estaba entonces de imaginar que más de seis décadas después regresaría a Valparaíso, ya no para batirse a balazos o recuperar las haciendas usurpadas en San Agustín del Vergel, sino para ser homenajeado como hijo pródigo del pueblo.

Felguérez (Zacatecas, 1928), a cuyo nombre y legado está dedicado el Museo de Arte Abstracto del Estado de Zacatecas —uno de los más completos y hermosos recintos de arte moderno del país—, comenzó a descollar desde los años cincuenta como figura pública. No por su parecido con el famoso “rebelde” James Dean —mismo copete engominado, ojos claros y rostro bonito—, sino por su pintura abstracta, su oposición contra la hegemonía de la Escuela Mexicana de Pintura, y sus murales estridentes que inauguraba con happenings de Alejandro Jodorowsky generando tumultos y jaleos.

Sin embargo, a diferencia de otros artistas que construyeron una leyenda con escándalos, a él ni la fama ni los reflectores lo doblegaron a exhibir su intimidad. Cuando todos corrían a tenderse en el diván del psicoanálisis, por convicción él azotó la puerta. Selló los días hasta contra sí mismo evitando que su arte “se contaminara” con sus estados de ánimo o con las amarguras que le imponía el destino y, metódico hasta el empacho, inventó su propia armonía conjugando el orden y la exactitud estéticas.

Casi con 75 años, Felguérez, quien fuma pipa con tabaco de habano aunque la ronquera crónica amenace con apagar definitivamente su voz, aceptó someterse a la “tortura de la confesión”. En su casa, construida por él mismo en Olivar de los Padres, donde vive desde hace 28 años con su tercera esposa, Mercedes Oteyza, casada antes con Juan García Ponce, conversamos varios días de sol a sol, solo haciendo una pausa para un caldito y los reglamentarios dos tequilas del medio día y los dos whiskeys de la noche.

Rodeada de arbolados jardines, uno se olvida que su hogar está en un barrio de vecindades. En la sala hay cuadros suyos de casi todas las épocas, están las fotos con los amigos pintores de “La ruptura”, los soldaditos de plomo que se robó de niño, su colección de maquinarias que incluye relojes y cajas de toques, y los huesos sueltos o esqueletos de animales de los cientos que algún día atrapó. Están también las vasijas arqueológicas que compró en Perú con su segunda mujer, la pintora Lilia Carrillo, y souvenirs de Egipto y la India, de cuando viajó con Mercedes, a quien cariñosamente llama Meche. Todo el mobiliario y las lámparas de bronce sinuoso con pantallas de flequitos los heredó de su abuela, y es justamente en las gavetas de uno de aquellos elegantes archiveros en donde mantiene en el olvido los dolorosos recuerdos familiares.

Del rancho a la farándula

—Manuel, poco se sabe de tu vida en Valparaíso, cuando vivías en San Agustín del Vergel entre dos cascos de viejas haciendas, a un lado de la iglesia, apenas bajando el río. Háblame de tus padres, de los primeros recuerdos…

—Mi padre era hacendado, nieto, bisnieto y tataranieto de terratenientes, pero como los hacendados tenían mala fama, no sé si mi padre fue o no un hombre bueno. Le encantaba llevarme a corridas de toros y, siendo apenas un pequeñito, un día me puso a torear, el ternero me corneó y él, sin más, sacó la pistola y lo mató. Fui el primogénito y me crié con los hijos de los peones; con ellos jugaba y dizque estudiaba porque como era “hijo del patrón” el maestro se intimidaba. Ordeñaba vacas, montaba mi enorme caballo negro y jugaba en el río enun tronco que me vaciaron para poder remar. Estando en aquel barquito, una vez me pasó encima una caballada desbocada y, tiempo después, sobreviví entre tiros y ladridos cuando un grupo de generales intentaba matar a una jauría de perros rabiosos.

—Cuando tú naciste en 1928, aquella zona había sido escenario de la cruenta guerra cristera.

—De la guerra cristera no recuerdo nada, lo que no puedo olvidar fueron los estragos del agrarismo. La lucha armada dejó de ser en defensa de Dios, para convertirse en una defensa de la hacienda. El caporal y los guardias de la casa chica pasaban el día observando el exterior desde las mirillas, y cuando se acercaban los agraristas, que querían ocupar la hacienda a la brava, tocaban las cornetas para darle tiempo a mi madre de poner colchones para protegernos de las tremendas balaceras. Los decretos de expropiación no cesaban y, poco a poco, nos fueron despojando de muchas tierras.

A principios de 1935, mi padre decidió que toda la familia —para entonces ya tenía dos hermanos menores— nos viniéramos a México para que intentara gestionar ante el gobierno la defensa de la hacienda. Tenía la esperanza de que le dieran cuando menos bonos de indemnización por las tierras expropiadas, pero casi al año de que llegamos, se murió repentinamente.

—¿Lo mataron?

—No, se enfermó, nunca supe de qué. Un día antes de la Navidad, mi mamá me llamó y me dijo: “dale un beso a tu papá”, y sin más me llevó a casa de mi abuela. Tenía yo ocho años. Un primo me preguntó si no iba a asistir al entierro de mi padre. Ni cuenta me había dado de que estuviera muerto. Mi madre jamás quiso regresar a la hacienda, creía que si lo hacíamos necesariamente nos matarían. Sola y con tres menores, prefirió quedarse en el Distrito Federal cerca de sus padres.

—Su familia era dueña del afamado Teatro Ideal, ubicado en la calle de Dolores, y seguramente el cambio de vida, del rancho a la farándula, fue determinante en tu formación.

—Totalmente. Vivíamos en un departamentito en la calle de Marsella pero todo transcurría en casa de la abuela, Consuelo Aspe de Barra.Con ella comíamos, cenábamos, asistíamos a misa en la capilla que tenía en la azotea, e íbamos todos los días en coche al teatro. Mientras mi abuela hacía cuentas, nosotros jugábamos, entrábamos y salíamos de los camerinos, o veíamos las obras. Así pasamos como cinco años, hasta que el teatro se perdió por deudas. Aún conservo muchas fotos de esa época.

De un mueble antiguo comienzan a salir las fotografías sepias que las actrices dedicaron a su abuela. Entre muchas otras: Elisa Asperó y María Tubao con diademas con plumas y collares hasta las rodillas sobre camiseros sueltos como dictaba la moda del charleston; Ruth Roland con mirada cándida, y María Conesa chaparrita, de anchas caderas con un almidonado vestido de piñata, capaz de pararse solo por el peso de tantas crinolinas.

—Háblame de la relación con tu madre a quien rara vez mencionas.

—Era una mujer muy atenta, que no faltara el desayuno o la ropa limpia, pero no sabía cómo educarnos. A mi hermano le rogaba que no fuera a la escuela para que se quedara a acompañarla. Para mantenernos, compró una tienda de abarrotes, “La Conquista”, frente a la casa. Yo le ayudaba a hacer bultos con azúcar; en la trastienda vendíamos cerveza y se llenaba de borrachines. Acabó quebrando antes de dos años.

Mi educación la recibí de los hermanos maristas del Colegio México y de los scouts, pero en esos años también me escapaba con las pandillas del barrio. Andaba con el Pinocho, el Chaparro, el hijo del zapatero y el del plomero. Dominábamos una buena tajada de la Juárez. El Olivo Orozco, hijo de un policía y de la juez del tribunal de menores, nos inducía a robar ejércitos completos de soldaditos del Palacio de Hierro. Una vez nos agarraron, pero el Olivo le pidió a su mamá que nos liberara. Con él empecé a tomar, bebíamos anís.

Me encantaba también el box y la lucha libre. No me perdía ni una sola lucha en la Arena México que estaba a dos cuadras de mi casa. Me volví muy amigo de los luchadores, había uno que se llamaba el Murciélago Velázquez, yo le cargaba su petaca y le conseguía los murciélagos que soltaba cuando abría su capa. Otros boxeadores también me invitaban. Ese mundo de la calle y los luchadores era mi mundo negro, mi mundo oculto.

—Para contrastarlo eras un aplicado “niño scout”…

—Finalmente fue ese el mundo que ganó, estuve en los scouts de los ocho a los 23 años. Me fascinaba cazar animales, bajar los ríos en kayaks o ir en arriesgadas expediciones atravesando violentos rápidos en balsas de hule. En 1953, en el Cañón de las Garzas, atravesando el río Amacuzac, nos arrastró una cascada y regresamos con el cadáver en brazos del doctor Ignacio del Valle.

Mi mejor amigo de los scouts era Jorge Ibargüengoitia. Nos recomendábamos libros, a mí me fascinaba Dostoievski, a él, Chesterton. Subíamos el Iztaccíhuatl con la ilusión de llegar a la cima para prepararnos daiquiris con el hielo, y durante toda la adolescencia, organizamos caminatas de 15 o 20 días con nuestras patrullas: de San Cristóbal de las Casas hasta Palenque; Yucatán de lado a lado.

El nacimiento de una vocación

—Con Ibargüengoitia fuiste en 1947 a Francia a un jamboree de los scouts que te cambiaría la vida. Háblame de los detalles de aquel viaje en una Europa devastada…

—La guerra había interrumpido los jamborees y para reanudar la tradición, los jefes de México escogieron a los mejores 50 scouts para representar a nuestro país. Entrenamos durante un año —aprendimos danzas indígenas y cantos gregorianos— y cuando ya se acercaba la partida nos dijeron que el viaje costaría cinco mil pesos. Ni Jorge ni yo, huérfanos de padre, podíamos pagarlos. Él ya estudiaba ingeniería, yo estaba en preparatoria. Entristecidos, veníamos caminando por avenida Juárez después de nadar en el YMCA, cuando nos topamos con una agencia de viajes. Descubrimos unos barcos, de aquellos que en tiempos de guerra sirvieron para transportar militares, que por un pasaje de 140 dólares partían de Nueva York rumbo a Europa. Hicimos cuentas y, con todo y camión, nos alcanzaba con 360 dólares para costear el viaje redondo. Decidimos ir por nuestra cuenta. Se corrió la voz que nos iríamos en el Marine Shark a un precio regalado y, poco a poco, ya éramos 30. Con la deserción masiva, los jefes scouts ya no conseguirían sus pasajes aéreos gratuitos y furiosos acabaron expulsándonos a Jorge y a mí de los scouts. Aun así, partimos.

Después de diez días en el jamboree, Jorge y yo recorrimos de aventones Italia, Suiza, Francia e Inglaterra, alojándonos en las casas de los amigos scouts. Viajábamos en ferrocarriles de carga atiborrados de gente y recuerdo a Jorge gritando: Tutto completo, tutto completo, para que ya nadie más se subiera. En Francia el racionamiento alimenticio era severo, en Suiza nos maravillamos cuando pudimos tomar leche, y en Roma, vestidos con shorts, pañoleta al cuello y sombrero de cuatro golpes, logramos colarnos para ver al papa. En aquella Europa, sembrada de tumbas, solo los museos eran gratis y me fascinaron.

—Y al final de viaje, en Londres, decides convertirte en pintor.

—Sentado en la quilla del barco Discovery, con el que el capitán Robert Falcon Scott descubrió a principios del siglo XX el Polo Sur, deseé ser pintor. Me conmovió el atardecer con miles de pájaros montados sobre el Puente de Londres y el reflejo del sol dibujado en el río. Corrí al camarote, busqué papel y lápiz, y en el dorso de una propaganda de American Express pinté el Támesis. Le dije a Jorge: mira, ya soy artista. Él soltó la carcajada, no me creyó, pero años después, cuando se convirtió en escritor, escribió que ese día presenció “el nacimiento de una vocación”.

Él también dibujaba. Sus dibujos eran grotescos, quizá cómicos. Quiso ganarse la vida haciéndolos, pero no le funcionó. Al regresar, deseoso de repetir la aventura, inventó un plan tetramestral: cuatro meses trabajaría, en cuatro meses machetearía lo que se ve en un año de ingeniería, y así los otros cuatro meses podría viajar. Acabó tronando el negocio, reprobando la universidad, y sin posibilidades de viajar. Muchos años después, vendería el rancho de su padre y finalmente se decidiría a ser escritor.

A principios de los años cincuenta, Jorge y yo íbamos todos los días a El Pilón, una cantina que frecuentaba Rulfo. Nos contaba cómo oía ladrar los perros y un montón de anécdotas de su vida como agente viajero. El llano en llamas apareció en 1953 y Pedro Páramo en 1955 y en esas páginas literarias estaba todo lo que Rulfo nos contaba con copas encima. Después de ello, por salud, dejó de beber y curiosamente también dejó de escribir.

Mañana, segunda parte…

(*Colaboración invitada)

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