Cultura

Contrapesos en tensión. Homenaje a Manuel Felguérez / III

En esta tercera parte, el artista recuerda sus inicios en el muralismo y sus encuentros con pintores de la talla de Orozco, Rivera y Siqueiros con los que tiene discrepancias y con ello da inicio el movimiento artístico al que se le conoció como “La Ruptura”

Silvia Cherem*

Enamorado por vez primera

—¿Y por qué, si estabas tan feliz con Zadkine, te regresaste a México?

—Mi abuela estaba enferma y mi madre me escribió pidiéndome que me regresara. Cuando llegué, mi abuela ya había muerto. En México, entre 1950 y 1954, hice muchas cosas: influido por las esculturas de Henry Moore me inscribí en la licenciatura de Antropología e Historia deseoso de entrar en contacto con las piezas arqueológicas; fui a clases de arte moderno en Mascarones con el gran crítico Justino Fernández; y estudié el oficio de la terracota en La Esmeralda con Francisco Zúñiga. Zúñiga era entonces el gran heredero de la Escuela Mexicana y hacía el mural de barro del Faro de Veracruz. Yo le amasaba, golpeaba y mojaba su barro. No fui su ayudante, solo su chambero.

—Y por esa época conoces a Ruth Rohde, tu primera mujer. En una entrevista que te hizo Elena Poniatowska en París en 1955, le dijiste que como no los dejaban casarse “porque ambos estaban muy jóvenes”, te la robaste. Cuando la conociste no estabas “tan joven”, tenías más de 23 años.

—Pero ella iba en tercero de secundaria. La conocí en la Alameda, era guatemalteca de origen alemán, y venía con su mamá y sus dos hermanos a visitar a su padre que vivía en México. Me preguntaron una dirección, y como Ruth me gustó, me ofrecí a llevarlos. Nos hicimos novios y de común acuerdo decidimos escaparnos a Puerto Escondido, a donde nadie nos encontraría. De aventones en camiones de carga llegamos hasta Oaxaca, y luego, durante doce días, atravesamos la sierra a pie por caminos de brecha. Después de un tiempo decidimos dar la cara para tranquilizar a nuestras familias. En Mérida ella tomó un par de clases de catolicismo, porque era protestante, y formalizamos la relación ante la iglesia. Ya luego nos establecimos en un cuarto en un segundo piso del Teatro Ideal, donde comencé a hacer esculturas. La gente, más que escultor, me creía cargador porque a diario caminaba por la calle con mis costales de yeso y cemento al hombro. En esa época no vendí ni una sola pieza.

—¿Y de qué vivían?

—Casi de nada. Trabajaba recogiendo y repartiendo niños en el transporte escolar de una escuelita de Polanco. También diseñaba lámparas para Enrique Anhalt. En 1953 nació mi hija Patricia. Decidimos regresarnos a Puerto Escondido para sobrevivir con más facilidad.

Hice un pacto de amigos con Martín Seidel que fabricaba clavecines, el pintor Luis Jasso, el músico Joaquín Gutiérrez Heras, el bailarín Farnesio de Bernal, y Jutta y Max Kerlow, con quien diez años después pondría una tienda de artesanías. Quedamos que yo conseguiría tierras en Puerto Escondido, y que cada año, uno de nosotros iría de sabático a sembrar mil cocos. Soñábamos con vivir en comuna, ricos y a la orilla del mar. Yo fui el primero —y el único— en partir, tenía la intención de trabajar en ese año las esculturas para una exposición.

Ruth y yo, cargando a Patricia de cuatro meses, volvimos a caminar por brechas, con la casa de campaña al hombro, para llegar a Puerto Escondido. Maurilio, un negro, me prestó su casa de varitas a la orilla del mar, y con solo un peso diario comíamos desayuno y cena completos, con pescado, huevos de tortuga y verduras. Localicé un cerro con barro y comencé a hacer piezas de terracota que quemaba con leña verde en los hornos de pan del pueblo.

En Puerto Escondido se mataban a machetazos. Desde el primer día, me tocó ver morir a un negro. Fui al entierro en un camposanto a la orilla del mar, y en una tumba blanca, encalada, el carnicero abrió el tórax, también a machetazos, para hacer la autopsia. Recuerdo que decía: “ya tengo el bofe”, porque se refería a los órganos como si estuviera destazando un buey. Además, en Xila, el pueblo vecino, proliferaban las matanzas a manos de una banda de extorsionadores que se robaba tierras y cosechas. Balearon al presidente municipal, y más de una vez a mí me ofrecieron que me quedara a ocupar ese cargo. Sin embargo, al cabo de un año, con 12 terracotas y habiendo seleccionado el terreno idóneo para los cocoteros, nos regresamos en el barco que dos veces al año llegaba a Puerto Escondido para recoger la cosecha de ajonjolí. De Acapulco tomamos el camión a México.

Lilia y “La Ruptura”

—Y es entonces cuando expones por primera vez, en 1954, en el IFAL.

—La crítica me trató muy bien, por única vez en mi vida vendí toda la exposición, gané cinco mil pesos, y como Justino Fernández, Paul Westheim y Mathías Goeritz me recomendaron, el gobierno francés me concedió una beca. Así regresé a París con mi mujer y mi hija de dos años. Me dieron un estudio grande en la Planta Baja de la Casa de México y, como una provocación del destino, al lado trabajaba la pintora Lilia Carrillo, casada entonces con el filósofo Ricardo Guerra.

Obtuve la beca diciendo que iría con Zadkine, pero cuando llegué y le mostré las fotos de mi exposición, me dijo: “tú ya no puedes regresar conmigo, ya tomaste tu propio camino y de eso se trataba”. Me ofreció que fuera los domingos a tomar vino blanco a las doce, y a enseñarle la obra que iba produciendo. Me firmó todos los papeles de la beca, escribió que fui “un alumno sobresaliente que no faltó jamás”. Al final le ayudé a devastar un tronco. ¡Fui también chambero de Zadkine!

—¿Comienza en París la relación con Lilia?

—No, pero sí hicimos una muy buena amistad. Fuimos al estudio de Braque, expusimos en el Petit Palais, y convivimos estrechamente con los artistas latinoamericanos. En ese tiempo, encargué con Ruth otra niña, Karina; y Lilia, su segundo hijo de Guerra. Ya en México comenzamos a exponer juntos y la relación fue inevitable. Ambos nos divorciamos de nuestras respectivas parejas y en 1959 aprovechamos una exposición de la Unión Panamericana en Washington para casarnos ante un juez de esos que arreglan los papeles en cinco minutos.

—Durante la segunda mitad de la década de los cincuenta, exponían ya en la galería de Antonio Souza en Génova # 51, en la Zona Rosa. Háblame de Souza y de sus intentos para romper con el mito del camino único que aún imponía la Escuela Mexicana.

—En 1956, después de haber expuesto en la Carmel Art, galería y café del papá de Margo Glantz, Souza nos invitó a Lilia y a mí a exponer en su galería recién inaugurada. Era una oportunidad porque las galerías ya tenían su stock de pintores y era difícil entrar en ellas. Estaba entonces la de Inés Amor, que tenía gran abolengo; la de Caracalla, que tenía pintores de Jalisco como Anguiano, González Camarena; y la Proteo, donde exhibían Pedro Coronel, Mathías Goeritz, Alberto Gironella, José Luis Cuevas y Vicente Rojo.

Toño Souza, el bohemio de una familia adinerada, era muy snob, se codeaba con los aristócratas y a sus artistas nos hacía sentir los de más categoría. Siempre vestía igual: traje gris, camisa azul y una flor azul en el ojal que hacía juego con sus ojos. Hablaba mezclando el español con el inglés y el francés, sacándose de la manga citas rimbombantes. Su estrella era Tamayo, pero también Gerszo, Leonora Carrington, Soriano y algunos extranjeros como el holandés André Vandenbroeck que era un genio pero acabó de gurú, y Botero o Szyszlo, quienes por amistad luego nos promovieron en Colombia y Perú.

Sobre su escritorio, Souza tenía cerros de guaches de Toledo. No los exhibía, los regalaba o vendía por 50 pesos. Lo estimulaba mucho, pero Toño no alcanzó a darse cuenta de quién llegaría a ser Toledo. Recuerdo también que Tamayo llegaba con él con un par de dibujitos bajo el brazo, y le decía: “Véndelos, pero que no se entere Olga”. Vendía sus obras en miles de dólares, pero nunca tenía un quinto porque Olga todo lo controlaba. Una vez llegó a decirme que estaba preocupadísimo porque había subido un peso o dos el precio del aguarrás.

Lilia y yo hicimos con Souza tres o cuatro exposiciones. Los jóvenes éramos cercanos a él, pero nos mantenía al margen de su mundo privado. Le gustaba fungir un rol paternalista con nosotros. Cuando ya estábamos en las últimas nos ofrecía dinero “a cuenta”, pero jamás nos daba el gusto de decirnos: “Vendiste, ahí está tu dinero”. En 1961, Lilia se peleó con él por una bobada de unas tijeras perdidas y Toño la amenazó: “Si no te gusta, vete”. Acabamos yéndonos los dos.

—Y comenzaron entonces a exponer con Juan Martín.

—Juan Martín había llegado de España a México para trabajar con Jaime García Terrés como jefe de redacción en la imprenta universitaria, y nos conocía a todos los pintores jóvenes. Puso una pequeña librería y nos pedía dibujos para exhibir. Se decía discípulo de Ambroise Vollard (dealer de Picassoy autor de Memorias de un vendedor de cuadros) y, como él, quería tener un grupo pequeño de artistas a quienes representar. Llamó a Vicente Rojo y Alberto Gironella de la Proteo, a Roger von Gunten, a Lilia y a mí de la Souza, y a otros como Fernando García Ponce, Gabriel Ramírez, Francisco Corzas y Arnaldo Coen. Nos ofrecía exposiciones periódicas, escribía de nosotros, nos promovía y decidía los precios de los cuadros. Decía que en cada exposición estos debían subir de un 5 a un 10 por ciento para que los coleccionistas, que le tenían una confianza total, se sintieran estimulados de que la obra valía cada vez más.

—En la década de los sesenta, decides además desafiar al arte oficial haciendo cerca de 30 murales públicos abstractos.

—Quería llegar a más gente porque, por más exitosa que fuera una exposición en la galería, los espectadores jamás pasaban de cien. Convencí a amigos constructores, conseguí material de desperdicio y trabajaba con los albañiles de las obras. Uno de los más memorables fue el “Mural de chatarra” de 30 metros de largo en el Cine Diana que hice con tornillos, pedazos de hierro, tubos, tuercas y alambrón de deshecho. Al inaugurarlo, Jodorowsky recitó un poema suyo: “una moral de hierro, una moral de encierro….”.

—Fue visto como una provocación. Antonio Rodríguez en la revista Política, el 1 de febrero de 1961, escribió: “que Felguérez decore cuantos cines de lujo quiera con bellas y oxidadas palabras carentes de ideas… pero que los otros artistas continúen trabajando en función de la Revolución y del pueblo”.

—Era el mismo discurso añejo, el mural de chatarra era el primero en un lugar suficientemente público que rompía para siempre con el mensaje social. Luego siguió “Canto al Océano” en el Deportivo Bahía realizado con 28 mil costras de ostión. Para la inauguración, Alejandro Jodorowsky iba a llegar volando en un helicóptero, descendería de una cuerda para subirse a una lancha atracada en la alberca. En el ensayo general, el helicóptero falló y se desplomó. Brincaron las hélices, explotó el motor, y fue muy espectacular inaugurar con un helicóptero destrozado en medio de una alberca.

Golpe a golpe contra la Escuela Mexicana

—A finales de los cincuenta comienza la batalla contra la Escuela Mexicana de Pintura. En 1958 Jomi García Ascot critica la obra que el INBA manda a la Bienal de Venecia: “desdicha de la selección mexicana”, “la más deplorable colección de fórmulas gastadas”, “pomposidad y agotamiento”. Se reunía obra de Raúl Anguiano, Guillermo Meza, Carlos Orozco Romero, Manuel Rodríguez Lozano, Jorge González Camarena, y decía él que mejor deberían haber mandado los cuadros de Juan Soriano, Lilia Carrillo, José Luis Cuevas, Pedro Coronel, Fernando García Ponce y Manuel Felguérez.

—La pelea fuerte fue en los cincuenta, no en los sesenta como se cree. El INBA no aceptaba el arte abstracto ni permitía que expusiéramos en las salas oficiales. Nuestro único foro eran las galerías, que comenzaron a proliferar. Jomi era amigo, llevaba el cine club en el IFAL y empezó a dar la batalla por el arte abstracto al igual que Juan Martín y Juan García Ponce, el gran crítico de nuestra generación. Por el contrario, Raquel Tibol, González Camarena y Juan O’Gorman nos atacaban con garra y despreciaban brutalmente nuestro trabajo.

Para que te des una idea de a qué grado estaban las cosas, recuerdo que Víctor M. Reyes, el director de artes plásticas del INBA, vio a Lilia dándole clases a sus alumnos en donde ahora es el Museo de Arte Moderno, y sin más le dijo: “Si quieres seguir trabajando en el INBA, te vas al sótano porque no puedo permitir que se pervierta a la gente con este tipo de pintura”. Lilia, por supuesto, renunció.

—Los acusaban de tener “el ojito nuevo”, de ser extranjerizantes, vendidos a la OEA y al colonialismo, y de recurrir a “anticuadas fórmulas de arte en las que se escondían los impotentes”.

—Eran muchas las ofensas. Estaban coléricos por el retorno de Tamayo. Veinte años antes se había ido de México peleado con Inés Amor, con un rencor total contra Siqueiros, Diego, Orozco y sus innumerables epígonos porque le taparon todos los caminos, pero en 1952 Carlos Chávez, que también había estado desterrado en Nueva York, fue nombrado director del INBA y le pidió que hiciera los murales de Bellas Artes. Los de la Escuela Mexicana se sintieron despojados y reaccionaron con furia. A Carlos Mérida, le destrozaron sus triangulitos recién puestos en un edificio que pertenecía a la Secretaría de Recursos Hidráulicos. La situación estaba muy brava.

—Celestino Gorostiza tomó posesión del cargo como director del INBA el 29 de marzo de 1959, y declaró: “En la pintura, el Estado no tomará posición en la lucha de tendencias. No se erige en juez y procura el desarrollo de todas las escuelas por igual”. Sin embargo, solo un año después, en julio de 1960, cesó a Miguel Salas Anzures como director del Museo Nacional de Arte Moderno de México, y lo sustituyó por Carlos Orozco Romero, de quien se decía que era “uno de los más viejos aviadores de la burocracia en México”. Gironella, Cuevas, Rojo y tú salieron a la defensa de Salas Anzures, buscaron tumbar a Gorostiza, amenazaron de no asistir a la Segunda Bienal Interamericana de Pintura y Grabado e hicieron declaraciones internacionales sobre el manejo “parcial, dogmático e incapaz” del “grupo de mediocres” que organizaba la Bienal.

—En 1957, ya habían organizado una primer bienal a la que ninguno de nosotros fue invitado. Neceaban aún con la Escuela Mexicana y premiaron a Francisco Goitia. La crítica había sido feroz y el certamen generó la necesidad de apertura. Por eso a Celestino no le quedó más que decir que el Estado procuraría el desarrollo de todas las tendencias, pero era una farsa. Aunque Rivera y Orozco al final de sus días se habían mostrado receptivos a las nuevas tendencias. Rivera renegó del realismo socialista, dijo que el camino de la Escuela Mexicana estaba en Soriano; y el último mural de Orozco en la Escuela Nacional de Maestros fue totalmente abstracto, Gorostiza acabó doblando las manitas ante el peso ideológico y el control de medio siglo de la Escuela Mexicana. Se decía que la lucha era entre realistas y abstractos, pero en el fondo era solo una lucha de poder. Entre los epígonos del muralismo, Juan O’Gorman era el más peleonero de todos.

Siempre hay un secreto detrás de todas las cosas. Miguel Salas Anzures, un maestro rural, había organizado la primera bienal convencido de la Escuela Mexicana, pero luego fue como comisario a la Bienal de Sao Paulo y ahí se enamoró de la grabadora Mayra Landau, una brasileña cuya obra era abstracta. Se dio cuenta del profundo rezago del arte en México y regresó con la intención de empujar a los jóvenes. A mí me compró un cuadro, “Buscando a la gaviota”, que llegaría a formar parte del acervo del Museo de Arte Moderno. Cuando los realistas se dieron cuenta que Salas Anzures coqueteaba con nosotros, comenzaron a ejercer presión para que lo cesaran. Acabaron ganando.

—¿Y qué hicieron ustedes?

—Un escándalo. Buscábamos tronar a Celestino y pretendíamos hacer un museo de arte moderno dirigido por Salas Anzures. Cuando nuestros amigos los arquitectos Manuel Larrosa o el arquitecto Urrutia terminaban sus obras, les pedíamos que nos prestaran la casa vacía para organizar museos efímeros. Además, Salas Anzures nos consiguió que participáramos como grupo independiente en la siguiente Bienal de Sao Paulo, y de ahí surgieron invitaciones individuales y colectivas.

—Supongo que el grupo tenía también una postura política, porque en 1960 firmaron un desplegado en solidaridad con la Revolución cubana.

—El grupo no tenía una postura ideológica de izquierda, pero de manera natural todos estábamos emocionados con los valores de justicia social que enarbolaba la Revolución cubana. El desencanto vendría muchos años después. López Mateos nos llamó a firmar el desplegado, y a mí esa ida a Los Pinos me costó carísima: truncó mi carrera y mis posibilidades artísticas. Ya vendía obra en una muy buena galería, la de Bertha Scheaffer en Nueva York y, como a casi todos los firmantes, la embajada norteamericana me canceló la visa por “comunista”. Cuando fui a Cornell como artista invitado en 1966, viajé con un permiso especial por el tiempo que duró el contrato, e igualmente sucedió cuando obtuve la beca Guggenheim en 1975.

—¿Cómo fue que después de renegar tanto, casi todos ustedes sí acabaron participando en la Segunda Bienal que organizó el INBA?

—Porque después del ruido y la oposición, a Celestino no le quedó de otra más que aceptarnos. Logramos que cambiaran las bases, nos invitaran a todos, abrieran el jurado y hasta le dieran un premio de segunda categoría a Pedro Coronel. Finalmente ganamos.

—Y el 11 de agosto de 1960, ya estaban ustedes exigiendo la liberación de Siqueiros, su enemigo político.

Su encarcelamiento había sido una venganza política de López Mateos y, por un acto de justicia, todos firmamos. Siqueiros se había adelantado a varios lugares de Latinoamérica a donde iba a ir el presidente, e hizo declaraciones contra el gobierno. Cínicamente luego de casi cuatro años de prisión, en 1964 López Mateos acabó liberándolo para que inaugurara el Museo de Arte Moderno. Siqueiros aceptó. Nuestros cuadros se colgaron junto a los de los muralistas y así se acabó el pleito: fue una forma de reconocer que nuestro grupo y nuestra pintura tenían también vigencia.

—Si el pleito se acabó, ¿cómo te explicas entonces el zafarrancho del 5 de febrero de 1965 durante la premiación del Salón de Artistas Jóvenes, cuando “los realistas agarraron a trancazos a los abstractos”?

—Ya nada tuvo que ver el conflicto entre realistas y abstractos, porque todos los pintores participantes éramos jóvenes. La ESSO había convocado a un concurso en toda América, y el MAM lo organizó en México. El jurado por unanimidad dio el primer premio a Fernando García Ponce y el segundo a Lilia Carrillo, ambos pintores abstractos. El meollo en aquel escándalo fue que aunque el jurado era respetable e incluía a Tamayo, Justino Fernández, Orozco Romero y Juan García Ponce, Juan fue acusado de arbitrariedad por premiar a su hermano.

A Benito Messeguer alguien le había dicho que sería el ganador y empezó el escándalo. Se subió a un templete apoyado por el crítico Antonio Rodríguez y gritaba a todo pulmón que todo fue un fraude. Licha, la esposa de Benito, le aventó un vaso de whisky a Juan García Ponce. Cuevas se puso de nuestro lado y se agarró a golpes con Francisco Icaza. Hubo gritos, manotazos, y copas de whisky que salieron volando. Y todo solo por un premio de baja monta: los 15 mil pesos de Lilia apenas le alcanzaron para comprar una televisión.

—Y en 1966, el pleito siguió con Confrontación 66. Se les acusó de haberse convertido en una mafia.

—A Jorge Hernández Campos, que era director del MAM, se le ocurrió organizarla. Nos invitó a críticos y pintores —entre otros: Raquel Tibol, Juan García Ponce, Mario Orozco Rivera, Vicente Rojo, Francisco Icaza, Benito Messeguer y yo— a hacer una selección de los jóvenes, es decir, nacidos después de 1920, dejando así fuera de la batalla a los muralistas. Cada grupo llevaba sus candidatos. Para el gremio resultó muy molesto que estuviéramos juzgándolos y los rechazados armaron un escándalo. Las autoridades acabaron exhibiendo su obra en los pisos superiores del INBA. Finalmente, la exposición fue un éxito porque acabó clarificando qué pintores valían la pena sin importar la escuela de origen.

—Para terminar con el asunto del muralismo, quiero hacerte una última pregunta. La crítica colombiana Martha Traba en 1965 escribió que el atraso de la pintura latinoamericana obedecía “a la prédica retrógrada y reaccionaria del muralismo mexicano”. Visto en perspectiva, ¿no crees que le endilgaron demasiadas culpas al realismo de la Escuela Mexicana?

—Quizá nos ensañamos con los grandes, pero aún coincido con Martha: el muralismo fue aterrador. No solo por su discurso panfletario que obedecía al realismo socialista y nacionalista de entreguerras (similar al de la URSS, al arte nazi y al fascismo), sino porque al acabar las guerras, cuando en el mundo se resquebrajó el arte socialista porque no existían los poderes para sustentarlo, en México se mantuvo a costa de todo, impactando también a los demás países de Latinoamérica, igualmente repelentes a conocer las novedosas tendencias artísticas del extranjero.

Diego y Siqueiros, miembros del partido comunista, habían tomado el ejemplo de la URSS para hacer una copia de ese arte de Estado, aparentemente dirigido al pueblo. Lo patético fue que después de ellos no hubo forma de parar la inercia de sus epígonos, que lejos de ser buenos pintores, se dedicaron a la grilla y sentaron sus reales en los edificios coloniales. Morelia y Aguascalientes los llenaron de horrendos murales con “monotes” y, en general, usaron a las instituciones oficiales para satisfacer sus ambiciones. Recientemente padecimos el escándalo de los murales del Casino de la Selva. Son horrendos y no vale ni la pena conservarlos. Yo los hubiera destruido con toda tranquilidad porque no por ser murales son arte.

El propio Lenin tenía una frase increíble: decía que el arte debía servir para elitizar al pueblo, no para vulgarizar la cultura. Y el muralismo fue exactamente eso: la vulgarización de la pintura con el pretexto de llegar al pueblo.

(Mañana, cuarta parte de cinco)

*Colaboradora invitada

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