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Los placeres de la mesa

La gastronomía es sin duda un verdadero arte, en el sentido estético de la palabra. Es el arte del gusto, como la música lo es del oído y la pintura de la vista. Pero hay más, este arte no se presenta solo, sino acompañado y aun servido por otras artes del grupo de las decorativas, a las que deben el mobiliario, la vajilla, la cristalería y los innumerables utensilios que el servicio de una buena mesa exige, realzado por las prácticas y el ceremonial que la moda impone.

El conjunto de todos estos elementos constituye una interesante manifestación del estado social de un pueblo. Su estudio completo sería asunto vastísimo que exigiría gruesos volúmenes. La historia de los manjares nos llevaría a reconocer el noble origen de muchos platos, desde el costosísimo “escudo de Berenice”, invención del emperador romano Vitelio, hasta la salsa mayonesa, atribuida al cardenal Richelieu, las costillas a la papillote, debidas a la amiga de Luis XIV, madame de Maintenon, y los canelones a pesaresa, que Rosini, quizá mejor cocinero que músico, preparaba con sus aristocráticas manos, rellenándolos uno a uno.

El estudio de la vajilla nos obligaría a hablar de la porcelana, ese arte favorito de los príncipes del siglo XVIII, que a tan alto grado llevaron el rey Augusto en Sajonia, Luis XV en Sevres y Carlos III en el Buen Retiro.

El de la cristalería desde las artísticas manufacturas de Venecia a las de la Granja, para terminar en las modernas de Bacarat y de Bohemia. Y así sucesivamente.

Debiendo pues, circunscribir el tema, me ceñiré a las prácticas de la mesa. En su historia veremos cómo el arte de comer se ha ido perfeccionando, como muchas otras cosas, desde los toscos tiempos medievales hasta el día de hoy, y que desde épocas sólo recientes (mucho más de lo que vulgarmente se cree) ha llegado el refinamiento en que hoy le conocemos.

Revista Protocolo